Ars gratia artis? (artículo en español)

Arlequín sentado (Pablo Picasso, 1901)

Arte o “estro”?

Mi profesor de historia y filosofía del instituto solía decir que no basta con filosofar para ser filósofo, ni con cantar para ser cantante, ni con escribir para ser escritor. ¡Cuánta razón tenía! Esto es especialmente cierto en nuestra era, en la que es suficiente colgar un vídeo en YouTube para poder llamarse “artista”, especialista en algo, teólogo, intelectual, ¡y esto también se aplica, por desgracia, a muchos sacerdotes!

Hoy en día, de hecho, la gente confunde el concepto de “arte” con el de “estro” (o más bien, con una extensión de este último término).

Qué es el arte

Por “arte” se entiende, según el Diccionario de la Real Academia Española: la “capacidad, habilidad para hacer algo”; la “manifestación de la actividad humana mediante la cual se interpreta lo real o se plasma lo imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”; el “conjunto de preceptos y reglas necesarios para hacer algo”. Según la concepción grecorromana antigua, en particular, el arte se identifica con una profesión, ya que requiere la práctica manual con vistas a la producción o fabricación de un objeto.

En griego, de hecho, arte se dice τέχνη (techne) y esta palabra presupone, por tanto, una técnica, una práctica que permite adquirir, o más bien perfeccionar, cierta habilidad para producir algo bello, bueno y útil. El artista griego era, pues, un “técnico”, una persona muy especializada en un trabajo y que, sin embargo, debía votarse e invocar, para su arte particular, a una de las nueve Musas de la τέχνη: Calíope, musa de la elocuencia y de la poesía épica o heroica (canción narrativa); Clío, de la historia (epopeya); Erató, de la poesía lírica-amorosa (canción amatoria); Euterpe, de la música; Melpómene, de la tragedia; Polimnia, de los cantos sagrados y la poesía sacra (himnos); Talía, de la comedia y de la poesía bucólica; Terpsícore, de la danza y poesía coral; Urania, de la astronomía, de la poesía didáctica y de las ciencias exacta.

Como vemos, en la antigua Grecia un artista debía poseer no sólo una gran habilidad, que sí podía tener por naturaleza pero que se había perfeccionado con años de práctica, sino también genio (este era el sentido de votarse a la Musa) o, como diríamos hoy, utilizando un término de derivación cristiana, talento. La habilidad técnica no podía existir sin el genio, sin el don contemplativo y metafísico que significaba que lo que el artista producía no era un mero objeto funcional, sino algo que elevaba al hombre a la dignidad divina. Sin embargo, el genio y el talento no podían existir, a su vez, sin la habilidad técnica, la capacidad de producir algo según unas reglas precisas.

Pensemos, por ejemplo, en los años de estudio y práctica necesarios para que un músico se defina como tal. Y no sólo eso: por músico entendemos no entendemos un aporreador, sino un profesional de la música, una persona que ha hecho de la música su profesión y que no deja de formarse, de estudiar, de profundizar, de practicar durante el resto de su vida, porque, como indicamos anteriormente, citando la definición de arte de la Real Academia de la lengua, una obra de arte, para ser definida como tal, debe cumplir con un conjunto de preceptos y reglas.

Lo mismo ocurre, naturalmente, con un pintor, un escultor, un escritor, un poeta, etc.

El “estro”: ¿genio o extroversión?

Pasemos, pues, al término “estro”. En tiempos más antiguos, la misma palabra designaba ese “genio”, ese “talento”, esa inspiración divina y creadora (votarse a una divinidad y ser inspirado por ella) que estaba en la base de la producción artística, musical, literaria junto con las habilidades técnicas. Hoy, por desgracia, esa misma inspiración puede ser confundida con una naturaleza extrovertida, a veces caprichosa, más propia de un rufián que de un artista, y sin que haya en una persona particulares talentos y habilidades artísticas.

Si, en la práctica, antaño el artista era aquel que era capaz de producir algo de manera excelsa (ya fuera por sus propias capacidades o por esa inspiración divina que hacía sobrenatural su producción) para “hacer expresar” a sus semejantes, o sea para comunicarles algo que era inherente a su misma naturaleza de seres humanos e inducirles a encontrar en sí mismos ese algo universal que los elevaba al rango de seres divinos, hoy en día se puede confundir al artista (sobre todo tras la desvinculación de la filosofía de las demás ciencias y artes y la introspección cada vez mayor a la que se somete el individuo contemporáneo, “desvinculado” del resto de la humanidad) con aquel que produce “bestseller” (libros, discos, videos, películas), que hace hablar de sí mismo, que quiere expresarse a si mismo, alguien que ya no tiene estro en el sentido antiguo, sino que simplemente es un extravagante, un excéntrico, que se hace personaje; alguien como un influencer, o sea que quiere imponer su propia personalidad sin tener, como decimos en italiano, “ni arte ni parte”.

La forma actual de entender a un artista, pues, puede ser bastante equívoca, ya que de hecho no siempre indica a alguien que es profesional en lo que hace, estando también dotado de genio, sino a un diletante, a alguien que sí puede “deleitarse” con el arte, tener cierto gusto artístico, cierta sensibilidad o incluso capacidad de vender productos “artísticos”, etc., pero que no es en absoluto un artista.

La gran escritora estadounidense Flannery O’Connor (1925-1964) comentaba pues, sobre la escritura y los escritores de ficción:

la idea de ser escritor atrae a muchos inconclusos, quienes sólo están cargados de sentimientos poéticos o afligidos por la sensibilidad.

Ars gratia artis

Ars gratia artis es una expresión latina que puede traducirse con: “el arte por el arte”; o también: “el arte sólo por el arte”. Pretende afirmar que el verdadero arte es un fin en sí mismo, es decir que el arte tiene como fin solamente la belleza pura y desinteresada (estética) y no tiene otros fines, como pueden ser el moral, político, social, religioso, etc. (ética).

Esta misma expresión representa uno de los cánones del esteticismo, bien expresado por un aforisma de uno de sus exponentes, Oscar Wilde:

No hay libros morales o inmorales. Sólo hay libros bien escritos o libros mal escritos: eso es todo.

Esta frase puede dar lugar a dos interpretaciones diferentes: por un lado, la individualista y romántica, que ve como presupuesto fundamental la libertad absoluta del artista, en oposición, entre otras cosas, al realismo, entendido como mímesis, imitación de la naturaleza (un artista, en la práctica, no sería un mero “reproductor” de la naturaleza, sino que aportaría su propia interpretación de la misma, dejando, como los impresionistas, que su propia subjetividad y sus emociones prevalezcan en su obra); por otro lado, la “no utilitarista”, es decir, el arte como fenómeno puro y desinteresado, no funcional ni utilitario. Esta última interpretación enlaza no sólo con el concepto de finalidad exclusivamente estética del arte (ya mencionado anteriormente), sino también con el fin y la manera de vivir de un artista, que es autónomo con respecto a las instituciones, los mercados y los criterios de venta tradicionales (“Chi son? sono un poeta. Che cosa faccio? Scrivo. E come vivo? Vivo!”. “¿Quién soy? Soy poeta. ¿A qué me dedico? Escribo. ¿Y cómo vivo? ¡Vivo!”, canta Rodolfo en La Bohème, de Giacomo Puccini).

Queda establecido, pues, que en cualquier caso el objetivo del arte, desde la antigüedad, ha sido la belleza, y por tanto el arte tout court, y eso, parafraseando a la propia O’Connor, de nuevo con respecto a la literatura y la ficción, pero el concepto es similar también para otros tipos de arte. Si un escritor, decía O’Connor, pretende, a través de una de sus novelas, analizar fenómenos sociales o religiosos, debería escribir un tratado de sociología o de religión, no una novela.

Siendo también escritor de ficción, puedo dar algunos ejemplos prácticos de lo que acabo de decir.

Mi segunda novela tenía como protagonista a una mujer de Piamonte (la región del norte de Italia con capital Turín) con un carácter muy poco agradable. Pues bien, entre las editoriales que se negaron a publicarla hubo una, piamontesa, que adujo como motivo el mismo carácter de la protagonista que podría haber ofendido a los lectores piamonteses (pues, parece que todos los piamonteses, sin excepción, tienen un temperamento afable y bondadoso).

Otro ejemplo. Tercera novela. Es la historia de un foreign fighter italiano, un chico de Roma que se convierte al islam y va a luchar como yihadista en Siria. Una editorial, de orientación católica, se negó a publicar la obra porque sus potenciales lectoras se escandalizarían por la visión degradante de las mujeres y ciertas escenas crudas, especialmente las relacionadas con la violencia (no sólo sexual) que sufre la población civil durante la guerra en Siria y que se describen en la novela. El responsable de la editorial sugirió que un narrador debería “apartar púdicamente los ojos” ante determinadas escenas. Pues bien, eso es exactamente lo que no debe hacer un narrador (aunque claro, no hay que exagerar ciertos detalles con tintes pornográficos o sádicos).

En primer lugar, le pregunté al editor (sin obtener respuesta) qué visión edificante de la mujer esperan esas potenciales lectoras de un yihadista islamista y si son conscientes de lo que está ocurriendo a unos miles de kilómetros de Europa (pero basta ver los innumerables incidentes de violencia contra las mujeres cometidos en Occidente para entender cuál es la visión de la mujer también en nuestras sociedades). Además, respondí que una de las reglas fundamentales de la ficción es precisamente la coherencia narrativa: si un personaje no es púdico, el autor no puede imprimirle o imponerle su propio pudor o valores; y si, finalmente, se convierte en púdico, es a través de una serie de acontecimientos que cambian su carácter, no mediante trucos, artificios y engaños que toman el pelo al lector (como diría Raymond Carver).

Otros ejemplos que podríamos dar, desde un punto de vista no católico, son los relacionados con ciertas producciones literarias, televisivas y cinematográficas: personajes (insisto: me refiero a personajes, no a actores o cantantes) negros en contextos históricos y geográficos en los que no debería (muchas óperas líricas, hadas medievales europeas, etc.); personajes (vale lo mismo) homosexuales y transexuales insertados a la fuerza en una narración (ya se trate de novelas, series de televisión o películas) con el fin de combatir la homofobia  (un objetivo muy noble, pero no es el arte el que debe combatir el racismo o la homofobia); erotismo que se convierte en protagonista absoluto de una historia (más importante que los propios personajes) con el fin de limpiar las costumbres de la “sexofobia” o de algunos valores demasiado tradicionales. En todos los casos mencionados, los leitmotiv que subyacen a la elección de publicar o producir una obra literaria, cinematográfica o televisiva son diferentes: adoctrinar; catequizar; promover la fe y los valores católicos, por un lado, o hacer lo contrario, por el otro; luchar contra la discriminación; vender (ésta es la razón principal).

El territorio del diablo

En un artículo que escribí hace algunos años sobre el gran escritor italiano Eugenio Corti, mencioné que, en las antiguas tribus germánicas, al narrador se le llamaba “bern hard”, o sea “valiente con los osos” (de ahí el nombre de Bernardo) porque perseguía a los osos y mantenía los peligros materiales y espirituales lejos de la aldea. Era el chamán de la tribu, el depositario de las artes mágicas y del espíritu colectivo de la comunidad, es decir el guardián de la humanidad (con todo lo que este término significa), de las personas que tenía la tarea de proteger y alentar y a las cuales se le exigía dar esperanza. Kierkegaard lo dijo bien:

Hay hombres cuyo destino debe ser sacrificado por los demás, de una forma u otra, para expresar una idea.

Para enlazar con lo que decía al principio, y utilizando la escritura como ejemplo del arte en general, citaré de nuevo a Flannery O’Connor, quien afirmaba que, por desgracia:

entre las personas aparentemente interesadas en escribir, muy pocas están interesadas en escribir bien. Lo que les interesa es publicar algo y, a ser posible, tener éxito: ser escritor, no escribir. Ver el nombre de uno en la parte superior de algo impreso, no importa lo que sea.

Por el contrario, ser artista, ser escritor es entrar en “un territorio en gran parte poseído por el diablo” (como el cazador de osos), es decir la existencia humana, en el que, sin embargo, está presente la acción de la gracia. O’Connor decía también:

Siempre me irrita la gente que insinúa que escribir ficción es escapar de la realidad. Es una zambullida en la realidad y resulta muy chocante para el sistema.

En conclusión, citando de nuevo a O’Connor:

Arte es una palabra ante la que la gente se bate inmediatamente en retirada, porque es demasiado grandilocuente. Pero por arte entiendo simplemente escribir algo que está dotado en sí mismo de valor y eficacia. La base del arte es la verdad, tanto en el fondo como en la forma. Quien persigue el arte en su obra, persigue la verdad.

Y lo hace, añadiría yo, con respeto por el beneficiario de la obra de arte, por su inteligencia, por su dignidad. El artista es un profesional con genio (no un influencer, ni un diletante, ni una persona dotada solamente de una especial sensibilidad o extravagancia) que tiene la pretensión de decir a su público:

No quiero enseñarte nada ni adoctrinarte, no quiero catequizarte ni instruirte, no quiero hablarte de mí mismo ni limitarme a expresarme o a expresar mis emociones. Mi propósito es hablarte de ti, de tu esencia, de tu humanidad y de tu naturaleza llamada a ser divina y a elevarte más allá del horizonte de esta vida. Y esto no tiene nada que ver con la confesión religiosa, ni con los criterios de venta, ni con profesar una ideología en lugar de otra, sino con la pura humanidad.

Homo sum. Humani nihil a me alienum puto.

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